
No sé en qué momento tomé la decisión, pero lo cierto es que no había ni un rastro de arrepentimiento asomándose por mi ventana. Y era desde allí que me encontraba observando la escena del crimen ocurrido la noche anterior, mientras me tomaba el café entre carcajadas solitarias.
El día antes, apuntaba a ser un viernes bastante común y corriente. Trabajar 7.5 horas y tan pronto las manecillas del reloj marcaran las 5 de la tarde, encontrarme con mi amiga y su novio en el happy hour habitual. Nada muy radical, pero claro está, gran parte del destino de una noche depende del estado mental en que se encuentre mi papaya interior y el tipo de encuentro que esta sostenga al transcurso de la noche. Y así fue. En mi segundo vodka con parcha, entró a la barra este bendito humano (ya conocido) de ojos celestes, pelo castaño y algunos 6 pies de altura. ¡Que Dios, Buddha y el cosmos entero lo bendigan! -pensé. Lo saludé sorprendida ya que no visitaba la Isla hacía un tiempo e hicimos plática sencilla. ¿Qué haces? ¿Qué has hecho? ¿Cómo estás? blah blah. ¿Con quién andas? -me preguntó al fin (pregunta capciosa).
La realidad es que me hablaba y no podía parar de mirarle la boca. Su sonrisa enorme, de niño travieso me tenía en un estado catatónico que me hacía perderle el hilo a la conversación constantemente. La realidad era que desde la ruptura con mi ex hacía meses, no me había interesado nadie, y la monotonía ya jugaba con mis días de forma cruel. Así que no había opción, tenía que hacerlo.
Unos palitos más tarde, ya bailábamos salsa como profesionales; con esa seguridad que solo el vodka, el azúcar y una pelota de tensión sexual pueden cocinar. Pasó el tiempo y nuestras amistades fueron abortando misión a sus hogares. Acá apenas comenzaba la noche, así que fuimos caminando de barra en barra sin rumbo. Sus manos se sentían calientes al rosarlas por mi espalda baja, mientras me contaba sobre sus hazañas y aventuras, poniendo el juego cada vez más interesante. Lo miraba a los ojos y podía ver como sus pupilas se intensificaban con las mías, dilatando aquí y allá; como un gato cazando su ratoncito. ¿Pero quién era quién?
Llegamos a la playa cercana a mi apartamento -que aparentaba estar desierta- y caminamos hacia el rompeolas. El paisaje era perfecto y hasta romántico (aunque este no era el caso). Allí, con la luz amarilla de la luna, nos comenzamos a besar con pasión entre risas traviesas. Me agarró fuertemente por la cintura, y con su sonrisa arqueada hacia la derecha me subió al rompeolas. Sus labios bailaban con mi boca fuertemente hasta llegar a mi cuello. Sus manos agarraban mi cabello y mis nalgas simultáneamente cuando me pregunté: ¿Qué estoy haciendo? ¿Locura momentánea? Entonces decidí permitirme y regalarme a mí misma esa aventura. Me la merecía.
La adrenalina corría por todas mis venas, por mi pecho, por mi papaya. Sentía que se me salía el corazón por la boca y me latía cada rincón del cuerpo, cada vez en aumento; ya no podíamos contenerlo más. Así que sentados allí, a plena vista de cualquier extraño, se desabrochó el pantalón y entre el descontrol del oleaje y nuestras caderas, al fin nos devoramos. Las olas salpicaban y se entrelazaban con nuestro sudor. Los nervios de que una ola rompiera fuerte y nos llevara con ella tal y como advertían los letreros hacían de esta aventura todo un mind fuck. Y así continuamos comiéndonos; mojados y salados de sudor y de mar.