
Salir del clóset nunca es fácil y más cuando no sabes que estás en uno. Ese fue mi caso, no fue hasta mis 22 años que comprendí y acepté que era lesbiana. Realmente no sé cómo me tardé tanto, siendo tantas las señales. Vivía enamorada de Kimberly (la Power Ranger rosita), siempre que jugaba papá y mamá con una nena que encontraba linda…yo quería ser papá, if you know what I mean. También recuerdo haberme mojado sentido excitada durante una escena de una de las películas de Star Wars donde a Natalie Portman le rasgan un pedazo de su blusa. Entonces, como buena joven católica apostólica romana, intenté suprimir e ignorar todo sentimiento romántico y/o sexual que sentí por una mujer. Traté y traté de no ser “pata”, afortunadamente mis esfuerzos fueron infructuosos. Como parte de mi proceso de entender que era lo que me sucedía o lo que sentía, me puse a buscar y ver cuantos videos, series y películas lésbicas encontrara en internet. Mi serie favorita, The L Word, obvio. Fueron tantas veces las que me mojé excité viendo esta serie que ya no me cabía ninguna duda de que me gustaban las mujeres. Yo quería ser como ellas, yo quería expresar libremente mi sexualidad sin ningún temor.
Durante el verano del 2010 tuve la oportunidad de conocer y compartir con un grupo de personas muy diverso: lesbianas, gays, bisexuales, ateos, socialistas, artistas, you name it. Justo lo que esta joven católica apostólica romana necesitaba para desaprender lo aprendido. Fue un verano intenso, un verano de lucha con un aire de sensualidad, al menos para mí. Ese verano representó el desarrollo tardío de mi pubertad. Me encontraba rodeada de mujeres hermosas, inteligentes y combativas. Mis hormonas siempre alborotadas me hacían sentir que había regresado a 8vo grado. A nadie le importaba con quién estabas ni quién te gustaba. Me encantó ver tantos y tantas jóvenes apoderadas de su sexualidad. Yo quería eso, yo quería apoderarme de mi sexualidad. Yo quería darle un beso a una nena y agarrarle la mano frente a la gente y hasta que no lo hiciera, realmente no iba a ser feliz. Lamentablemente ese verano no se me dio, no me sentía lista para actuar sobre mis sentimientos. La verdad es que estaba bien cagá. Ya no me importaba lo de católica apostólica romana, me importaba el que me fueran a juzgar o a tratar mal. Me sentí frustrada y triste porque no podía ser yo.
Como no hay mal que dure 100 años ni cuerpo que lo resista, alcancé mi punto de ebullición. En diciembre de ese mismo año comencé un flirteo vía texto con una jeva que había conocido durante el verano. Yo no sabía que le gustaban las mujeres, pero me imagino que ese verano también tuvo un efecto “transformador” en ella. Aunque a veces me sentía incómoda con nuestro intercambio de mensajes, decidí fluir. Entonces, no fue hasta una noche de jangueo riopedrense, donde se bebe, se baila y se toca, que por fin pasó algo concreto entre nosotras. Después de compartir un rato con los panas y sobarnos a sus espaldas, decidimos irnos al hospedaje de uno de ellos para poder tener más privacidad. Nos metimos a un cuarto, comenzamos a besarnos, tocarnos…quitarnos las camisas. Yo estaba nerviosísima, con mi corazón a millón y un temblequeo difícil de disimular. Hago el disclosure de que yo nunca había tenido una relación sexual de ningún tipo, era virgen. Así que más cagá estaba porque no sabía qué carajos iba a hacer, ni The L Word me había preparado lo suficiente para lo que iba a suceder. Ya luego de quitarnos las camisas y brasieres, lo que restaba era el pantalón. Cuando comenzó a quitarme la correa me “paniquié”, inventé una excusa tonta, me vestí y me fui en tiempo récord. Ni Culson lo hubiera hecho tan rápido como yo. Llegué a casa y me bañé, me sentía sucia. Mi estómago se revolvió, quería vomitar. Sentía que estaba mal, que había hecho algo malo. Concluí que no me gustaban las mujeres, que había sido una confusión y que no volvería a pasar… seguro.
Al día siguiente llamé a una de mis mejores amigas, también la había conocido durante ese verano. Yo nunca había hablado con alguien sobre mi atracción hacia las mujeres y me pareció que era la mejor persona para contarle, pues ella es bisexual. Así que le conté todo lo sucedido la noche anterior. Me dijo que algunos de sus amigos gays también habían tenido ese tipo de reacción la primera vez que estuvieron con alguien de su mismo sexo. Que no había nada de malo si me gustaba o no una mujer, que no tenía que volver a hacerlo si no quería. Me sentí bien hablando con ella porque no me hizo sentir juzgada, me hizo sentir normal. Luego de conversar y calmarme, y yo decirle que ya no me gustaban las mujeres, me preguntó si al menos volvería a besar a aquella jeva. Me quedé pensando y le respondí que sí. A lo que sonrió, pero calló. Ella sabía que era cuestión de tiempo, que yo necesitaba tiempo para perder el miedo a aceptar que era lesbiana. Que mi homofobia internalizada fue lo que me hizo salir corriendo y que eventualmente yo sí iba a dejar que esa jeva me quitara el pantalón. Obviamente y para mi fortuna, eso fue exactamente lo que sucedió. Pero eso ya es otro cuento.
Aunque esta es mi historia, estoy segura que muchas o muchos de ustedes pueden haber pasado por algo similar. Es difícil despojarse de los prejuicios y estigmas sobre la sexualidad humana, más cuando vivimos en una sociedad donde impera el machismo, la heteronormativa y el conservadurismo religioso. Pero tenemos que amarnos y aceptarnos. Tenemos que tomar control sobre nuestra sexualidad y nuestros cuerpos. No es saludable ni justo reprimir u ocultar tu orientación sexual y/o identidad de género. Seámonos fieles, seamos felices. Ser lesbiana, gay, bisexual, trans, queer no será la norma, pero sí es normal.
– Tostadas Francesas